
LA DESPEDIDA DE UN PAPA Y EL ANHELO DE REDENCIÓN
El fallecimiento del Papa Francisco no constituye únicamente el término de un liderazgo religioso; encierra, además, el símbolo de una esperanza que, en medio de la fragmentación social y el culto al individualismo, parecía aún posible. Francisco, pastor de gestos humildes y palabras profundas, había logrado devolver a muchos la confianza en la esencia primigenia de la fe: aquella que no se limita a los altares ni a los ritos, sino que se expresa en la acción solidaria y en la defensa de la dignidad humana.
Su partida nos confronta con un vacío que no es solo teológico, sino moral. Nos preguntamos si las estructuras que quedan podrán sostener su legado o si, como tantas veces en la historia, el ejemplo luminoso de un hombre acabará diluyéndose en la rutina burocrática de las instituciones. El verdadero homenaje a su memoria no será, pues, el tributo ceremonial, sino la continuidad concreta de su lucha por los olvidados, los migrantes, los pobres, los excluidos. Porque su fe era, ante todo, un imperativo de transformación y no de simple contemplación.
LA FUGA DE RESPONSABILIDADES: EL EXILIO DORADO DEL PODER
Mientras lloramos a quienes ofrecieron su vida al servicio de los demás, no podemos dejar de observar, con indignación, el contraste brutal que representan aquellos que, tras ejercer el poder, buscan refugio en el extranjero para evadir las consecuencias de sus actos, así como el exgobernador Diego Rodríguez y su esposa, de quienes otrora dirigieron los destinos de nuestro estado hoy disfrutan de existencias plácidas, lejos del desastre que en buena parte ayudaron a construir, es una afrenta que hiere profundamente a una sociedad aún marcada por el dolor y la impunidad.
El exilio dorado de los poderosos revela una constante histórica: los privilegios sobreviven incluso al fracaso, y los errores de gobierno rara vez se pagan con la misma severidad con que se sufren sus consecuencias. Mientras la ciudadanía enfrenta cotidianamente la violencia, la precariedad y el abandono, aquellos que debieron protegerla gozan de seguridad y prosperidad en tierras lejanas. Tal fenómeno debería indignarnos no solo como una injusticia, sino como una renuncia intolerable a la rendición de cuentas que toda democracia auténtica exige.
EL ESTADIO OLVIDADO: METÁFORA DEL DESGASTE INSTITUCIONAL
La deplorable remodelación del Estadio Sergio León Chávez es mucho más que una anécdota deportiva: es un síntoma evidente del deterioro institucional que corroe nuestras comunidades. Lo que debía ser un símbolo renovado de identidad colectiva y orgullo regional se ha convertido en un recordatorio tangible del desgobierno, la mediocridad administrativa y el desprecio por el bien común.
Cada grada despintada, cada instalación deteriorada, cada espacio mal rehabilitado habla de una lógica perversa donde importa más la apariencia fugaz que la construcción duradera. Invertir fondos públicos en resultados indignos no solo ofende la inteligencia de los ciudadanos; confirma una dolorosa verdad: que los recursos no faltan, pero sí la ética y la voluntad política para administrarlos con responsabilidad. Así, el estadio arruinado no es solo una ruina física; es, también, una ruina moral.
VIGILANCIA PRIVADA Y LA FRAGILIDAD DE LA SEGURIDAD
Los persistentes asaltos a farmacias y tiendas de conveniencia son apenas el síntoma visible de una crisis más profunda: la vulnerabilidad estructural de los espacios de consumo cotidiano. Resulta inaceptable que en pleno siglo XXI, actos de rapiña se hayan convertido en eventos casi rutinarios, afrontados con resignación más que con indignación. Esta cotidianización del delito es aún más alarmante si se considera que buena parte de las vulnerabilidades surgen no tanto de la ausencia de fuerza pública, sino de la inoperancia privada.
Contratar personal sin preparación, sin filtros adecuados, sin formación mínima en protocolos de seguridad no solo es irresponsable, sino suicida en un contexto de criminalidad creciente. La seguridad, lo hemos olvidado, es una tarea compartida: recae en el Estado, sí, pero también en cada actor social, cada empresa, cada ciudadano. Mientras subsista la mentalidad de delegar la responsabilidad y abdicar del compromiso, los atracos seguirán multiplicándose como una plaga sin contención.
PUENTES QUE PROMETEN FUTURO: LA APUESTA POR LA INFRAESTRUCTURA
Anunciar la construcción de pasos elevados para garantizar un tránsito ferroviario seguro es, en principio, una decisión que debe celebrarse. No obstante, la historia de nuestras obras públicas está plagada de ejemplos donde el anuncio fue grandilocuente y la ejecución, desastrosa. No bastan los planos ni las primeras piedras; lo que exige la ciudadanía es la concreción eficaz de proyectos que respeten tanto la ingeniería como la vida humana.
Los puentes prometidos deben encarnar algo más que concreto y acero: deben representar una ruptura con la improvisación y el descuido que tantas veces nos han costado vidas inocentes. La movilidad segura no puede seguir siendo un lujo; es un derecho básico de toda sociedad moderna. Por ello, la vigilancia cívica deberá mantenerse alerta, exigiendo que el entusiasmo inicial se traduzca, esta vez sí, en obras terminadas, funcionales y duraderas.
LA PRECARIEDAD MUNICIPAL ANTE EL ESTADO AUSENTE
La crónica de la eterna solicitud de recursos estatales es, en sí misma, una muestra amarga de la precariedad municipal. Cada nuevo llamado a la solidaridad presupuestal desnuda una dolorosa dependencia, una fragilidad estructural que impide a los gobiernos locales desarrollar con autonomía proyectos de verdadera envergadura. Esta relación desigual entre municipios que suplican y estados que administran favores socava la dignidad de la gestión pública y convierte cada obra terminada en un acto casi milagroso.
Mientras las necesidades sociales se acumulan y la urgencia de infraestructura se torna cada vez más crítica, las respuestas estatales continúan ancladas en el lenguaje de la promesa difusa. Para que el municipalismo no sea una mera ficción retórica, se requiere una transformación radical del pacto fiscal y del esquema de distribución de recursos, que reconozca la urgencia de empoderar efectivamente a los gobiernos locales.
EL COMISARIO EN EVALUACIÓN: ENTRE LA ESPERANZA Y LA INCERTIDUMBRE
La designación provisional de un nuevo comisario, sometido aún al severo escrutinio del control de confianza, revela la complejidad de recuperar la credibilidad en las instituciones de seguridad. La figura del policía no puede seguir anclada en la sospecha permanente ni en la presunción de corrupción: necesita ser restaurada como símbolo de orden legítimo y servicio público desinteresado.
El proceso de evaluación al que ahora se somete al encargado de despacho es un gesto necesario, pero no suficiente. La ciudadanía exige no solo hombres probos, sino sistemas robustos que impidan que la voluntad individual, por más honesta que sea, sucumba a las presiones, las amenazas o las tentaciones. Más allá del nombre o el rostro, lo que importa es consolidar un aparato de seguridad que merezca la confianza que hoy parece tan difícil de conceder.
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