La soberanía popular y el medioambiente
POR: Alfonso Díaz Rey
Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida.
La Carta de la Tierra
Compartimos con otras formas de vida un planeta con límites y recursos finitos que hemos descuidado, al grado de poner en grave peligro nuestra propia existencia como especie.
Hasta ahora ha sido práctica común que quienes detentan el poder utilizan para su beneficio los frutos y la belleza de la Tierra y los han convertido en recursos y mercancías sujetas a comercialización y especulación, provocando una devastación ambiental al grado que desde hace un buen tiempo ésta ha empezado a cobrarnos la factura, como repuesta de la misma naturaleza a los graves impactos que le hemos causado.
La falta de previsión y análisis en un gran número de actividades humanas, sobre todo desde los tiempos de la primera revolución industrial (segunda mitad del siglo XVIII), cuando se modificaron las formas y la organización de la producción y el capitalismo, como sistema económico, experimentó un gran impulso, que por esa carencia de previsión y análisis y el hecho de ser la ganancia el objetivo principal de ese modo de producción, no se reparó en el daño que se infringía a la naturaleza y a la biodiversidad.
Con el tiempo, la agresión al ambiente ocasionó o aceleró procesos como la desertificación, acidificación de los océanos, desaparición de especies de flora y fauna, abatimiento de mantos freáticos, modificación de patrones climáticos, migraciones humanas y de animales, nuevas enfermedades, epidemias y pandemias, decaimiento en la fertilidad de tierras, pobreza y miseria en grandes conglomerados humanos, entre otros impactos adversos.
Nada ni nadie escapa a los efectos producidos por los impactos adversos al medioambiente. A escala mundial, nacional o local los podemos constatar y padecer. Sin embargo, nuestras autoridades continúan extendiendo permisos y concesiones a empresas cuyas instalaciones demandan grandes cantidades de agua (de la que carecen muchas comunidades), generan enormes cantidades de emisiones contaminantes y de residuos peligrosos y, por si eso no fuera suficiente, consumen esos frutos de la Tierra y deterioran su belleza en busca cada vez de más ganancias.
Es urgente detener esa devastación porque atenta contra la existencia de la vida y, en particular de nuestra especie. La urgente necesidad de preservar la vida en su más amplia acepción, nos obliga a comportarnos de maneras diferentes a como lo hemos hecho hasta el presente y a replantearnos las bases para una convivencia que permita la vida en armonía, tanto con la sociedad como con la naturaleza.
Y las acciones para la defensa de la Tierra y de la vida no las emprenderán quienes ahora nos gobiernan. Ellos, y nos lo han demostrado lo suficiente, no representan ni sirven a los intereses del pueblo, sino a los de quienes detentan el poder económico y político.
Algo que como habitantes este país podemos hacer para contribuir a preservar la vida es el establecimiento de nuevas reglas de convivencia (léase una nueva Constitución), elaborada con base en principios que el pueblo mexicano reconozca como suyos y los haga valer a través de su soberanía.
Porque la soberanía popular no es una dádiva o concesión, por mucho que esté contenida en una Ley Suprema; es la facultad de los pueblos a decidir sobre su vida y su futuro, facultad ganada a través del desarrollo de las sociedades humanas mediante cruentas y largas luchas que a la postre le han dado a la soberanía popular el carácter de una categoría histórica, la que forma parte indisoluble de la cultura de casi todos los pueblos del mundo.
Solamente así, con el ejercicio de esa facultad popular que es la soberanía, podremos alcanzar las condiciones para que la defensa de la Tierra y la vida sea el medio para preservar nuestra especie, en armonía con toda la biodiversidad y con nuestro planeta; de otra manera, si no somos capaces de ejercerla, los demás derechos quedarán como mera formalidad y seguiremos sujetos a los dictados de los adoradores del dinero.