
Por: Eber Sosa Beltrán
Maestro en Psicología Clínica y activista social interesado en el género, el medio ambiente y los derechos humanos.
El silencio es la complicidad perfecta, se puede distinguir en la tergiversación de los discursos cuando las mujeres se manifiestan, cuando se les estigmatiza de insolentes, cuando con gran facilidad su rabia y su dolor se traducen en una ignominiosa afrenta; eso lo dicen los defensores de la verdad y el orden, incapaces de asumir el abuso de su fuerza, de aquella condición que les permite mantenerse de pie y nunca avergonzarse, su mirada fría e impenetrable incapaz de condolerse y su postura retorcida de conmiseración que les permite considerarse una víctima más.
Así son los dobles discursos, generan odios basados en prejuicios, su contrataque es tan perjudicial como la pretensión de considerar que el quebrantamiento de un orden desigual es equivalente al caos.
El llamado al respeto y la decencia produce que los gritos de insurgencia sean vistos como una forma de primitivismo salvaje, como si el enojo fuera una condición infrahumana, como si la muerte de una mujer fuera solo una calumnia. Por eso, para esa mirada sanguinaria, una verdadera mujer no exige, no lucha, no mancha las paredes, ni se desangra… son ellas, las otras, las salvajes que se niegan ser domesticadas son solo fieras sin voz ni alma, sirenas traicioneras, hechiceras herederas del pecado original.
Son ellas las que claman de manera ensordecida por aquellas que han sido silenciadas, desterradas, olvidadas, desaparecidas. Y su eco resuena en las conciencias despiertas, cansadas de vivir entumecidas en sus atuendos vírgenes, de susurrar en lo profundo con temor, de llorar hasta el amanecer sin poder mitigar su pena, hartas de las miradas indolentes, las justificaciones, las promesas, las exigencias de mantener un buen comportamiento, esa actitud solemne que acompaña la resignación ante la muerte.