LA REFINERA

CUANDO EL PODER SE TRANSMITE POR SANGRE Y NO POR MÉRITO

En la arquitectura invisible del poder mexicano, existe un cimiento que, aunque informal, ha resultado más sólido que cualquier reglamento: el linaje político. Durante décadas, las estructuras partidistas han operado como dinastías disfrazadas de democracia, donde el apellido es llave y escudo, y el acceso al poder responde más a vínculos de sangre que a vocaciones de servicio.

La iniciativa reciente promovida desde Morena, en voz de su lideresa Claudia Sheinbaum, propone terminar de una vez por todas con ese ciclo vicioso. El anuncio: “el poder ya no se hereda” —parece sencillo, pero es, en realidad, una afirmación que pone en entredicho la forma misma en que se ha ejercido el poder en este país.

¿Qué implica esta postura? Nada menos que romper con una costumbre profundamente enquistada: la del privilegio genético, esa donde el hijo del gobernador es candidato natural, donde la sobrina del alcalde se convierte en regidora por designación, o donde el esposo de la diputada sustituye su curul como si se tratara de una propiedad con testamento.

La política, en su forma más noble, debería ser el arte de representar a otros desde la legitimidad del trabajo y la preparación, no desde el amiguismo ni desde los lazos familiares. La ciudadanía no busca estirpes, busca liderazgos. No quiere clanes, quiere causas.

Ahora bien, que Morena proponga terminar con esta práctica dentro de sus filas es un gesto que, si se concreta, podría marcar una transformación sustantiva del ecosistema político nacional. Pero ya lo decía el pensador francés Montesquieu: “El poder sin límites es un monstruo que devora todo”. La vigilancia sobre esta reforma deberá ser constante, pues toda promesa sin cumplimiento es un nuevo acto de simulación.

¿Será esta la generación que entierre por fin el último privilegio hereditario? ¿O volverá el poder a fingirse reformista mientras acomoda a los suyos tras bambalinas?

Sólo la historia —y los próximos nombramientos— tendrán la última palabra.

FUEGO QUE NO ILUMINA: LA PIROTECNIA ENTRE LA TRADICIÓN Y LA MUERTE

El estallido en Valtierrilla, que segó la vida de siete personas, no es un hecho aislado ni un error fortuito. Es la repetición desgarradora de una tragedia nacional silenciada entre el folclor y la costumbre. La pirotecnia, símbolo de festividad y fervor popular, ha sido también, desde hace años, una bomba de tiempo sin atender, una mezcla explosiva entre marginación, falta de regulación y necesidad económica.

La narrativa es conocida: talleres improvisados, sin protocolos de seguridad, sin salidas de emergencia, sin supervisión real. Familias enteras trabajan desde hace generaciones en estas fábricas de fuego, herederas de un saber artesanal que el Estado observa desde lejos, sin intervenir del todo ni brindar alternativas viables de desarrollo.

Pero cuando la necesidad es más fuerte que la ley, el riesgo se vuelve cotidiano. Y así, lo que para muchos es un espectáculo de luces, para otros es un campo minado disfrazado de tradición.

El Estado —en todos sus niveles— debe abandonar la hipocresía de la omisión. No se puede permitir que las vidas se apaguen en nombre de una economía que subsiste en los márgenes de la seguridad y la dignidad. Se requiere, con urgencia, una política pública seria: que reconozca la dimensión cultural de la pirotecnia, pero que también intervenga desde la ciencia, la tecnología, el trabajo social y la justicia laboral.

No se trata de prohibir, sino de proteger. No de clausurar, sino de acompañar. Porque las muertes en Valtierrilla no fueron inevitables: fueron el resultado de años de negligencia compartida, de romanticizar lo artesanal sin garantizar lo humano.

La tradición, por sí sola, no justifica el dolor.

EPÍLOGO: CUANDO LA VIDA Y EL PODER SE ENCUENTRAN EN UNA ENCRUCIJADA

México transita, una vez más, por un dilema profundo: elegir entre lo que siempre ha sido y lo que finalmente podría ser. De un lado, un sistema político que empieza a cuestionar sus propias prácticas endogámicas. Del otro, un pueblo que sigue muriendo por sobrevivir en las grietas de la informalidad, entre pólvora y precariedad.

Ambas historias son reflejo de una misma tensión: la del país que intenta ser justo, pero que aún tolera la injusticia si viene disfrazada de costumbre; que busca meritocracia, pero que todavía premia la cercanía genética; que condena las tragedias, pero rara vez cambia las condiciones que las producen.

En el fondo, esta encrucijada no es sólo política o económica: es ética. Se trata de decidir si seguiremos administrando desigualdades, o si nos atreveremos —de una vez— a construir un país donde la sangre no sea privilegio, y donde el fuego sirva para iluminar la vida, no para consumirla.

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