Por: Eber Sosa Beltrán
Psicólogo activista interesado en los derechos humanos, en la equidad de género y el medio ambiente.
Soy hijo de un padre ausente, un padre omnipresente pero ausente, un padre que se ha ido al norte para construirnos un futuro, un padre que en una foto se encuentra colgando de una pared. Un eco de órdenes y sermones, una tumba emocional, un espectro que regresa tarde del trabajo, come rápido y se va temprano, un padre sin padre, un padre con un padre ausente, un padre que decía con los ojos “no hagas una mariconada”, un padre que me abrazaba para sostenerse de mi; llegaba borracho, tambaleándose, pareciendo cariñoso y alegre, con los ojos vidriosos, la mirada perdida, llenándome el oído de mensajes contradictorios “¡este es mijo¡”, y luego “¡deja de haraganear, haz algo en la vida!”. Pero también es un padre que anhela regresar algún día.
Hijos sin padre hay muchos en el mundo, hombres que serán algún día padres sin hijos: aquél, le han golpeado hasta dejarle en su existencia huellas permanentes, y hay otro que en cambio se enorgullece de su padre, pues piensa que así le ayudó a enderezar lo que su mismo padre durante su vida fue torciendo, alguno se dijo a sí mismo “me enseñó a ser hombre” pero sin saber claramente que significado darle a dicha palabra. Hijos sin padre hay muchos, se enlistan en ejércitos, defendiendo causas nobles a través de guerras, se someten ciegamente a la voluntad de sus jefes, no se atreven a mirarlos a los ojos, a cuestionarlos, a verlos como lo que son también, hijos sin padre. Hombres que evitando la cara de vergüenza, van corriendo a toda velocidad en la noche por la carretera, hasta desplomarse como un caballo desbocado engullido por un desfiladero. Hijos sin padre hay cientos de ellos, lloran amargamente algo que nunca han tenido, y pretenden remediar con sus hijos las noches de hambre, de frío, de intensa necesidad; hijos sin padre que se ruborizan cuando otros padres abrazan a sus hijos volteando la mirada, envidiando o anhelando, no se sabe. Hijos sin padre que reprochándole a sus madres el cariño que les ha faltado, piden que les devuelvan algo que nunca han tenido, reclamándoles a ellas, a las esposas, a las hijas, a todas las mujeres, bebiendo de sus cuerpos como si fueran copas, hablando hasta por los codos, sin detenerse a escuchar, sin conformarse, acumulando riquezas, poder, aquello que a veces llaman “estabilidad”. Desconocen el significado profundo de la vida y su incertidumbre, lo desconocido, el milagro, la sorpresa y el placer, por eso se encabritan en luchas interminables, ahogándose en alcohol para llorar y olvidar, pero no olvidan ¿Cómo es posible olvidar algo que nunca ha existido? O quizá sí, existe un anhelo y nada más. Otros construyen inmensas fortalezas para refugiarse, con jardines perfectos y pasillos largos, llenando los espacios de diplomas y trofeos, siendo venerados por otros hijos sin padre que ven en ellos el fuego de Prometeo, aquél que encienda sus almas de una vez por todas para al fin ser guiados, y algunos otros, los más vulnerables, dejan a sus familias y andan sin rumbo con la mirada perdida, sin ya buscar que alguien se apiade de sus almas, esos los más vulnerables han perdido la esperanza. Algunos pobres, lloran amargamente y en secreto y buscan interminablemente en quien asirse, habrá quienes con su nostalgia escriban poemas y canciones, viajan por el mundo lamentando sus ausencias, y se nutren de otras, otras muchas ausencias, las de las mujeres, las de los hijos, las de sus sueños. Hijos sin padre hay muchos, van de puerta en puerta pidiendo limosna, pero al recibir una hogaza de pan, se muestran desdeñosos y crueles, porque en su corazón también se alberga la ira, la ira de mirarse incompletos, desdichados. No son pocos los que portan cadenas, medallas en sus cuellos, armas cargadas y muertes, viven en cárceles de invisibles muros, siempre anhelantes de su libertad, juzgan a todos sin piedad pero al mirarse en un espejo ni siquiera se reconocen. Algunos de ellos se vuelven descubridores, soñadores impacientes y se duermen complacidos de ser inspiraciones vacías, ausentes de contenido.
Así es, es evidente, soy y sigo siendo hijo de un padre ausente, un padre que aún anhela regresar algún día, perdido en un laberinto de deberes y opresiones, alegrías imaginarias e ilusiones. Ambos atravesamos el lugar del laberinto, una tierra de nadie, un paraje que sabemos no es sencillo para estar. Algunos pocos lo recorren, también titubeantes, intuyen de antemano sus callejones sin salida, sus vueltas a ningún lugar, siguen por sus caminos, solos y temerosos, extraviados, perdidos, son como ciegos que buscan en la profundidad de su noche algo que nunca han visto, y en la vuelta menos pensada ya van cruzando el umbral (otra perspectiva de las cosas); se tocan las manos y las caras como por accidente, y se sorprenden a si mismos extrañamente alegres, han encontrado algo que no esperaban, son como locos, dicen que ven en cada hombre a un hijo, en cada hombre a un padre.