
EL PRI Y LA AMNESIA POLÍTICA COMO ESTRATEGIA ELECTORAL
En días recientes, el Partido Revolucionario Institucional —sí, el mismo PRI de los libros de historia y las páginas judiciales— ha lanzado una nueva narrativa que pretende reescribir su lugar en la memoria colectiva con una frase que, si no fuera real, podría confundirse con sátira: “Plot twist: el PRI es el bueno de la historia”.
Este tipo de campañas no son solo una jugada de imagen; son una ofensa a la inteligencia del electorado. En una nación donde la historia está escrita con tinta de represión, corrupción, simulación democrática y saqueo sistemático, el intento del PRI por presentarse como víctima incomprendida raya en el cinismo más sofisticado.
¿El bueno de la historia? ¿El mismo que firmó pactos con el silencio durante las matanzas estudiantiles? ¿El que desapareció voces críticas y manipuló elecciones? ¿El que entregó al país a la lógica del clientelismo, del dedazo y de la impunidad institucionalizada?
La audacia del mensaje es proporcional al desprecio por la memoria. No se trata de negar que los partidos puedan transformarse; la democracia, en efecto, permite la evolución de las instituciones políticas. Pero esa evolución requiere autocrítica, verdad y actos reparadores, no campañas edulcoradas que se burlan del dolor de generaciones enteras.
Decir que el PRI es el bueno de la historia sin haber hecho una sola rendición de cuentas es como si el verdugo intentara pasar por mártir. El PRI no solo gobernó, controló; no solo dirigió, reprimió; no solo cayó en excesos, los institucionalizó.
Y ahora, en tiempos donde la desmemoria se promueve como herramienta de campaña, el tricolor apuesta por el olvido como estrategia. Pretenden que el electorado vea su pasado como un malentendido, como si la corrupción sistémica y los privilegios heredados fueran errores sin autor.
La historia no se reescribe con slogans. Se honra enfrentándola con valentía.
Mientras el PRI no asuma sus culpas, mientras no repare el daño que causó al país —en lo político, en lo social, en lo ético—, ninguna narrativa, por creativa que sea, podrá devolverle la legitimidad.
Porque en México no hace falta un “plot twist”. Lo que hace falta es memoria, justicia y verdad.
EL EXFISCAL Y LOS PRIVILEGIOS QUE DESHONRAN LA FUNCIÓN PÚBLICA
La figura del fiscal general está pensada como una garantía de justicia, autonomía y servicio al interés público. Sin embargo, cuando esa figura se reviste de privilegios opacos y gratificaciones desproporcionadas, deja de ser símbolo de legalidad para convertirse en emblema del abuso institucionalizado.
El reciente escándalo por los beneficios millonarios otorgados al exfiscal Carlos Zamarripa, bajo la figura de “prestaciones complementarias” derivadas de un reglamento interno, plantea una pregunta ineludible: ¿hasta qué punto se puede estirar la legalidad sin romper el principio de ética pública?
Gratificaciones por “fidelidad” no son solo un exceso retórico: son una afrenta a la ciudadanía que sostiene al Estado con sus impuestos. Mientras miles de trabajadores del sector público laboran con sueldos contenidos y bajo exigencias crecientes, la existencia de bonos blindados, jubilaciones privilegiadas y cláusulas que recompensan la permanencia —no necesariamente el desempeño— revela un desequilibrio moral profundamente preocupante.
Más allá del marco jurídico que lo ampare, este caso exhibe una cultura institucional que ha tolerado por demasiado tiempo la opacidad en las altas esferas del poder. Un reglamento no puede, no debe, estar por encima del sentido común, de la proporcionalidad y del principio republicano de rendición de cuentas.
No se trata de perseguir nombres ni símbolos. Se trata de entender que el servicio público no es un premio vitalicio ni una herencia blindada. Es un encargo temporal que exige responsabilidad, modestia y transparencia.
Porque si la justicia ha de tener autoridad, debe comenzar por ser justa consigo misma.
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