Por: Alfonso Díaz Rey*
En los albores del capitalismo existió algo llamado libre competencia, una serie de circunstancias y condiciones en cuyo contexto los productores concurrían con sus productos al mercado para que los consumidores, con base en precio y calidad,escogieran lo que más convenía a sus necesidades e intereses.
Los precios de esos productos, generalmente, se relacionaban de manera estrecha con los costos de producción, entre los que además de las materias primas y otros insumos se incluía a la fuerza de trabajo. De esa manera los productores competían entre sí, en similares circunstancias y condiciones de igualdad.
Sin embargo, los avances en la tecnología, en la organización del trabajo y la inexorable acción de las leyes del sistema fueron reduciendo esa «libertad» hasta que, con el surgimiento de los monopolios, se convirtió solamente en argumento para invocar un hipotético «derecho» del capital privado (monopolista, por supuesto) a participar en actividades que le representen beneficios económicos.
Con el advenimiento del neoliberalismo, como el intento de paliar la crisis estructural del sistema capitalista, ese derecho pasó a un primer plano y las áreas y actividades estratégicas de muchos países se privatizaron; paralelamente se dio un retroceso en los derechos y conquistas laborales. Todo ello acompañado de «reformas» a la legislación, con el objetivo de incrementar las ganancias del capital monopolista.
En nuestro país, como en muchos otros, los cambios en la legislación se utilizaron para legalizar y legitimar lo que en realidad fue un despojo a la nación; además, se crearon organismos para «vigilar» y «regular» la acción del capital. Lo que ocurrió fue el establecimiento de un «estado de derecho» y los mecanismos que permiten al gran capital mantener y reproducir las condiciones que garanticen su dominio y hegemonía.
Y cuando desde el gobierno o de la sociedad se intenta recuperar algo de ese despojo, surgen de inmediato denuncias, protestas y reclamaciones por violaciones al estado de derecho, ataques a la libre competencia, pérdida de competitividad del país, entre otras; acompañadas de amenazas, veladas o directas, de suspensión o cancelación de la inversión privada local y extranjera, con la consiguiente caída de la economía.
Ejemplos recientes de ese tipo de respuestas son las campañas contra las iniciativas de reforma a la legislación laboral en materia de subcontratación, y la de la Ley de la Industria Eléctrica.
La primera busca regular la práctica empresarial que mediante una «reforma» laboral legalizó el gobierno de Felipe Calderón al final de su gestión, el outsourcing, que en los hechos se tradujo en la precarización del empleo y los salarios, la pérdida de derechos laborales y conquistas sindicales, y el empobrecimiento de millones de mexicanos cuyos salarios antes de esa reforma eran insuficientes para vivir dignamente.
La segunda, aprobada hace dos días en la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados, trata de revertir, en parte, el despojo a la nación que significó la privatización de la industria eléctrica, legalizada por la «reforma» energética de Enrique Peña Nieto y avalada por el Pacto por México, en el que participaron los tres partidos que ahora forman una coalición para recuperar privilegios perdidos.
Esas «reformas» se hicieron a espaldas y contra los intereses de los trabajadores y del pueblo; y en la segunda, la energética, se recurrió al soborno a diputados y senadores para su aprobación.
Ambas significaron cuantiosas ganancias para empresarios locales y extranjeros. En el caso de la reforma laboral, ganancias obtenidas mediante sobreexplotación de la fuerza de trabajo,defraudación fiscal y «ahorros» por supresión de servicios sociales, reparto de utilidades, aguinaldos, vacaciones y otras prestacionescanceladas a los trabajadores; además, en el caso de la reforma energética, habría que agregar los contratos leoninos, con toda clase de ventajas para las empresas privadas y, sumado a ello, subsidios que el Estado mexicano, a través de la Comisión Federal de Electricidad, está obligado a entregarles.
Todo ello, y más, forma parte del estado de derecho que los neoliberales crearon y defienden a capa y espada. Utilizan, además, como argumento, ataques a la libre competencia, cuando para competir se valen de la sobreexplotación a los trabajadores, la corrupción y el saqueo a la nación.
Los problemas de nuestro país y, me atrevo a decir, los de la humanidad, no se resolverán con la defensa de un estado de derecho que privilegia a un sector minoritario de la sociedad ni con algo que hace casi siglo y medio dejó de existir, la libre competencia.
En nuestro caso convendría definir, colectivamente, qué es estratégico y prioritario para la nación y recuperar aquello que fue objeto del despojo neoliberal; establecer nuevas reglas, claras y justas, a la participación del capital privado; y realizar las transformaciones necesarias para una convivencia digna, sana y en paz.
Si en vez de pensar en «libre competencia» adoptamos prácticas como la solidaridad, la cooperación y el respeto, a los demás y a uno mismo, aumentaría la posibilidad de tener una vida digna, en una patria libre, unida, soberana, y un país mejor donde vivir.
Salamanca, Guanajuato, 12 de febrero de 2021.
* Alfonso Díaz Rey es miembro del Frente Regional Ciudadano en Defensa de la Soberanía, en Salamanca, Guanajuato.