Por: Eber Sosa Beltrán 

Maestro en Psicología Clínica, activista social interesado en el género, el medio ambiente y los derechos humanos.

Su soledad era una batalla constante, a menudo incomprendida en el quehacer diario de las faenas domésticas, una labor interminable a la que dedicaba horas extras; trece años ininterrumpidos, cinco días a la semana, apenas suficientes para tener aseada la casa, fregar los trastes, hacer la comida, lavar la ropa y plancharla, sus dos días de descanso se convertían en jornada acumulada cada lunes pues al llegar la esperaban los pendientes de lo que nadie limpiaba los fines de semana. Pasó el tiempo y los niños de la patrona se hicieron grandes, pero los hábitos son una cosa difícil de modificar, ellos seguían siendo los mismos que con cariño le decían Nana, por eso cuando la vieron enjugarse las lágrimas y ahogar el llanto le preguntaron extrañados qué te pasa. Nana avergonzada se limpiaba la cara sin saber que responder, no podía decirles por ejemplo que un pensamiento constante rondaba su mente, que estaba cansada, demasiado cansada, que con el sacrificio de su trabajo había logrado sacar adelante a sus hijas y que ahora ya no la necesitaban, que había sido feliz los años que vivió casada hasta que su esposo tuvo la desgracia de morir en un accidente, tampoco podía decirles que quería viajar lejos hacia el descanso eterno. La única vez que intentó proponerle a su patrona la posibilidad de su renuncia ella empezó a llorar desconsoladamente. Fue entonces cuando develó una verdad que dormía en la rutina de la limpieza y el orden, se dio cuenta que su labor parecida a una especie de encantamiento daba a otros una felicidad que le era ajena y que su ausencia pondría fin al frágil equilibrio de un hogar al que no pertenecía. Descubrió que ese martirio desvalorizado terminaría con su vida, que de quedarse, seguiría todo igual, la jornada acumulada a mil trescientos la semana, olvidándose de su nombre para decirle de cariño Nana y continuaría siendo ese espectro mágico e invisible que todo lo hace. Supo también que dejarlo todo sería pagar un alto costo en culpas y remordimientos, que escucharía súplicas incesantes en sus noches de insomnio, que su acto egoísta no sería perdonado y que pedir lo justo sería una transgresión pero que a la vez sería el logro de su libertad.