Por: Eber Sosa Beltrán
Psicólogo con maestría en psicoterapia clínica.
El acoso sexual como una forma de violencia sexual dirigida estratégicamente hacia las mujeres es un problema social sistemáticamente invisibilizado cuyos efectos dañan la integridad de ellas y refuerzan un orden dominante que las oprime.
Una de las particularidades de ésta forma dominante de ejercicio de poder es que culpabiliza y estigmatiza a las mujeres partiendo de una serie de creencias irracionales que justifican los actos violentos como formas legítimas de comportamiento hacia sus cuerpos y su sexualidad.
Los agresores comúnmente utilizan aquellos privilegios que socialmente se les otorgan para condicionar o coercionar la voluntad de quien someten utilizando formas de seducción encubierta en manifestaciones de consideración y amabilidad; la confianza así obtenida, disfrazada de un trato especial se convierte en un cierto encantamiento al cual se rinden una mayoría, quienes en el imaginario social ven una imagen distorsionada de respeto y autoridad que da soporte y protección. Esta relación se asemeja a las relaciones de dependencia de la infancia, ya que recrea los modos infantiles que han experimentado amor y ternura.
Es importante entender que ésta activación de los modos infantiles nos coloca en una posición vulnerable pues refuerza un elemento constitutivo, una relación desigual. Del mismo modo que en la infancia, se reescribe una relación de dependencia que dimensiona la interacción. Es el Otro del cual se busca la aprobación que permita dimensionar el valor de nuestros actos; en cierta manera la posición de dominio demanda una subordinación, una anulación del sujeto como un sujeto deseante, que es dueño de su propia experiencia, de su corporeidad y su sexualidad; algo que históricamente ha sido negado para las mujeres, tergiversado cuando éstas se oponen a la sujeción, a un lugar cosificante e hipersexualizado, que las denigra y que luego les quita su voz, en favor de la Verdad y el Honor, valores claramente masculinos donde las mujeres son consideradas mentirosas y carecen de credibilidad.
Una y otra vez en un proceso legal se les exige demostrar pruebas de su humillación, de su hartazgo y de su inseguridad.
Y una y otra vez los códigos masculinos son implacables, ejercidos igualmente por mujeres y hombres cuyos discursos racionalizan los hechos pero no los razonan.
Racionalizar es configurar un sentido de seriedad, solemnidad e imparcialidad a una función social específica que se autonombra válida y correcta. En esa medida, el dolor y el daño solo se dimensionan si acaso desde una gestión administrativa y económica, así la justicia como acto se archiva y después, se olvida.