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SUFRIDO PASE A LA GRAN FINAL.

Para ser finalista en el futbol mexicano se necesitan una serie de características. Desde un cuerpo técnico capaz y estable, pasando por una base de futbolistas de jerarquía, buenas...

Para ser finalista en el futbol mexicano se necesitan una serie de características. Desde un cuerpo técnico capaz y estable, pasando por una base de futbolistas de jerarquía, buenas contrataciones, un estilo de juego definido, recambios importantes, un buen departamento físico y médico, un grupo unido y comprometido al cien por ciento, una afición imponente que responda cuando el equipo más lo necesite, y sobre todo, trabajo duro, sacrificio y entrega durante todo un semestre.

Pero además de todas estas virtudes, existe un punto clave que determina el que un equipo u otro alcance los últimos dos partidos para tocar la gloria, un factor imprescindible para siquiera pensar en conseguir el campeonato y coronarse como el mejor equipo de futbol de todo México: el sufrimiento.

De una u otra manera, ya sea más pronto que tarde o viceversa, un verdadero contendiente al título tendrá que enfrentarse al sufrimiento, a la frustración y al infortunio. En su serie frente al América, el rival de toda la vida y su némesis por excelencia, el Club León se enfrentó al sufrimiento y prevaleció, como lo hacen los grandes, y aseguró con ese sacrificio de sangre un lugar en la final, ya con solo el último trecho de 180 minutos por caminar.

Pero es que no podía ser de otra manera. Aquí, en esta plaza, en esta tierra, con nuestra gente, siempre hemos vivido cerca del sufrimiento y el dolor. Si no que le pregunten a los hinchas furiosos que vivieron el primer descenso en los ochentas, a los fanáticos delirantes que aguantaron el segundo en 2002, a los hombres de piedra que se hicieron eternos en las tribunas del Nou Camp a través de diez largos años de penumbra y decepción. Todos resistieron, solemnes, golpe tras golpe, derrota tras derrota, empujados por un solo sentimiento inexplicable de orgullo y fidelidad, de pasión y pertenencia.

Por eso en la ida, cuando el León tuvo que naufragar por el centro del país hasta que se definió una sede; cuando su único contención, el motor de juego y el equilibrio de todo el sistema, se lesionó; cuando los Azulcremas les quitaron el balón y dispararon más veces al arco; cuando eso ocurrió y los pusieron contra la pared, supieron aguantar, sabedores de que su gente los esperaba y que con ellos resistirían, una vez más y definitivamente.

Y así fue la noche de ayer en León. Con el “Glorioso” completamente desbordado por la demencia esmeralda, con su pueblo en las tribunas sacándose los pulmones por la boca, con sus almas unidas en una sola. Fueron las miles de banderas, el mosaico, la nueva megabandera, la presión al rival, a los árbitros, pero más que nada, el impulso cuando más se necesitaba.

Porque cuando el América comenzó a presionar, a abalanzarse sobre la Fiera por el segundo gol que los pusiera en la final, bastó con que las pletóricas gradas verdiblancas comenzaran a cantar, a empujar, a sacar el corazón, para que sus once gladiadores se cerraran en su arco, y para que disfrutaran todavía de un par de oportunidades para anotar.

Así, tras imponerse a la adversidad gracias a la unidad entre equipo y afición, así se ganó el León su derecho para estar en la final y buscar la octava estrella de su historia.

Tras terminar el encuentro, Ignacio Ambriz resumió todo con una frase: “Hoy no jugamos nada bien, pero pusimos lo que hay que poner en estos partidos”. Esos huevos a los que se refiere el técnico esmeralda nos han traído hasta aquí, a pelear por un nuevo título ante los Tigres de la UANL. Y que tiemblen los regiomontanos, porque al León ya le tocó sufrir, y ahora solo le resta ganar. #DaleLeón

 

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