Por: Eber Sosa Beltrán
Psicólogo con maestría en Psicoterapia Clínica
Una de las constantes humanas más evidente en los estilos de vida actuales es la dificultad que tenemos las personas para manejar las situaciones de estrés.
El estrés es un estado fisiológico en el que se enfrenta una dificultad adaptativa, un ejemplo de ello son los entornos naturales cuyas crisis ecológicas han comprometido la supervivencia de diferentes especies, destruyendo o modificando su hábitat a una velocidad tan acelerada que a muchas les ha resultado imposible seguir existiendo creando entornos alterados donde se desarrollan algunas especies de manera desmedida mientras otras simplemente se extinguen.
Esta analogía en lo social significa que existe un peligro inminente cuando se tiene la intención de que todas las personas aspiremos a desarrollarnos bajo los mismos ideales, estableciendo una coexistencia homogénea con valores y prácticas idénticos, es decir se puede genera un estado de estrés al comparar la experiencia subjetiva con un deber ser aprendido, una imagen incorporada como referente de si mismo que al ser un referente único ilusorio y se propone como verdadero, es signado con un alto valor estético, ético o económico.
El sujeto puede sufrir en este enfrentamiento un estado de transfiguración de su ser, experimentando en el proceso episodios de constante ansiedad en los que el medio se percibe como amenazante, con un temor intermitente de poder colapsarse o bien como un estado de hipervigilancia catastrófico verdaderamente agotador. Esta experiencia tanto de inquietud excesiva como de desesperanza aprendida llega a oscilar en muchas de las vivencias personales de mujeres y hombres quienes buscan compensar o eludir estos estados de estrés a través de dogmatismos fanáticos o enajenaciones. En otras personas se manifiesta por ejemplo a través de conductas compulsivas que se expresan en escenarios controlados.
Todos estos son ejemplos que dan cuenta de la constante precariedad de la existencia, en muchas de estas situaciones se compromete el derecho a soñar con la imposición de tener que realizar los sueños. Tal vez sería mas sencillo, desarrollar la conciencia de que echar a volar la imaginación es un fin en sí mismo y no necesariamente un propósito dirigido a materializar la felicidad.
El arte por ejemplo, tiene ese don místico de recrear a través de metáforas los deseos, pero no con la intención de dirigir la vida sino de establecer una conexión íntima y contemplativa, de manera similar a poder admirar la belleza de la naturaleza y sus desconocidas interacciones, tan necesarias para una existencia sostenible como valiosas para poder discernir acerca del misterio de la mente humana sin ese excesivo y dañino pragmatismo que reproduce una forma de relación utilitarista y violenta. Si esta crítica pudiera distinguir la importancia de una visión alterna del mundo tanto interno como externo, que pudiera guiarnos hacia nuevas dimensiones de la coexistencia, de la colaboración y la interdependencia, posiblemente veríamos que nuestra huella ecológica tiene una importante repercusión tanto en nosotros mismos como en nuestro entorno y eventualmente desarrollaría una conciencia y sensibilidad diferentes hacia la complejidad de lo que existe en su forma más vulnerable, maravillosa y simple.